martes, 19 de septiembre de 2017

Entre frutas te veas



María V.


Primer paso: conocimiento. Tantear con el aroma. Manosear con la mirada. Los primeros encuentros son hielo en el ambiente: tomo un cuchillo, lo afilo con los pensamientos que suben y bajan, y juego. Juego a atacar o defenderme según los bailes de mi estómago, según la contracción de los tendones de mis piernas, o simplemente suavizo los pies. Siempre hielo en el primer ambiente. Frío que quema las orillas del cuerpo; fuego que agrieta de dentro hacia afuera. Lo normal. Sé de antemano que no cualquiera alcanzará a vivir ese rincón.
En seguida, rincones como albercas de gelatina llena de grajeas de colores que alumbran el camino y pintan la piel. Como ese pastel que toco para saborear lo esponjosito, y meto el dedo, y derramo todo en mis manos hasta que quedan pegajosas. Todo es dulce y empalagoso. Tardo en limpiar las manos. Lamo cada rincón. Las atesoro.
Y como las atesoro, ahora las lleno de nuez. Juego. La pienso con la boca, la sigo con las manos. Como cuando después de bañarme, justo en el momento de cerrar la llave del agua cierro los ojos para ver los márgenes de ese pequeño espacio húmedo que me contiene. Con los ojos cerrados exprimo un poco el pelo y sólo así habla. Luego, tomo la toalla y seco el cuerpo, lo cubro, salgo, y toda la rutina dentro del baño es en ceguera auto-impuesta. Sólo yo impongo lo oscuro, y en esa cueva visual alcanzo a ver los bordes del otro horizonte.
Y los alrededores de la nuez son terrosos. Tierra. Tierra mojada si es que hay que llevarlas a la boca. Café, dura (como las piedras), difícil de romper. Pero sabes que dentro está la fruta; toda ella es una fruta. Cuando tengo una nuez y la abro nunca sé si está en su punto o le falta madurar. Ahí está, como el amor, como la resonancia de la voz, como la escritura, que en su punto o sin punto mezclo. Así, sin preguntar. Con permiso (y sin él), voy pasando.

De niña, cuando paseaba por el kínder a la hora del descanso, masticaba gajos de naranja que mi madre ponía de refrigerio. Masticaba lo más que podía para absorber todo el jugo posible antes del gran final: abrir la boca para dejarla caer a la tierra. Aún no podía comer la naranja de otra forma. A primera vista, cuando caía el gajo, ya se encontraba cubierto de tierra antes de tocar el piso. Lo observaba, me preguntaba cómo era posible que desde antes de caer ya atraía todo. Ahora sé que la realidad es otra en cuestión de segundos. Y en eso se me iba el recreo, en eso y en observar a las chicas y chicos más grandes de la escuela, los de tercero. Algún día yo iría a ese salón, al de los grandes. Salvo por el hecho de tener que masticar el gajo, chuparle la vida y luego dejarlo caer desde mi boca, siempre quise ser así, atraer todo desde antes de caer, pero sin caer. Es que nadie quiere caer. Bastarían algunos años para saber que ese gajo olvidado en tierra sería reabsorbido por la naturaleza. Ahora lo mezclo todo con piña: el corazón dentro, la sabiduría dentro, el proceso desde dentro y tan tropical como la memoria en mi nariz, en mis pies y en los sueños del lugar donde nací: la memoria de la arena en mi cuerpo.
Y la memoria en el cuerpo y el destino de los perfumes: mi olor, mi aroma, desde el abdomen que inflo y hundo para devorarlo todo, respirarte a ti; mis cuencos que guardan: lo amargo, a veces agrio, dulce, cítrico, natural, yo. Para ir a la teoría de las catástrofes. Es que simplemente adoro ese título porque me lleva a pensar en los vínculos invisibles, en especial cuando sólo vemos nuestras espaldas.
Y ahora, ¡venga la soberbia! Soy todas la voces, todas las traducciones, aunque éstas no se den cuenta. Mis piernas leen la lentitud del caracol. Letra por letra, semilla por semilla (claro, antes de ser fruta), una por una caen en la orilla del abismo y todo por creerse el juego del instante y el des-instante; por oscilar entre oriente u occidente; arriba o abajo; adentro o afuera. Pero no hay juegos. Sólo profundizar. ¡Abre los ojos! Somos cada instante, un solo territorio. Cada letra vuelve, con cada semilla. Abro los ojos. Y, ¡sí! Soy sublime. Vivo diariamente en esa posibilidad y pienso en la piña, el limón, la nuez…
Y otra vez en el desierto. De cierto sé que desierta he vivido y que el desierto está vivo. Una de las esquinas del territorio (¿un sub-territorio? Ni territorio, ni no-territorio, ni sub-territorio, aunque si tuviera que elegir lo pondría en el sub del sub del sub. Abajo, allá donde no hay oposición, simplemente otra parte). Miedo. Inocencia. Vida. Plantas verdes. No agua. Oasis. Dunas como olas del mar, como los cerros entre el abdomen y la cadera. Conexión: entrega: escritura: inocencia: ficción o no.
Y hoy la fruta libre. Fruta en reverso: fruta fuera de la boca, fuera de la mano, fuera de la bolsa de plástico, fuera del contenedor, fuera del recipiente comercial, fuera del comercio. Fruta en la rama, en su árbol, en su flor, en su canal de tierra. Pero de vez en cuando bajamos hasta la palma de la mano.
¿Qué saboreo? Sólo el aroma que me saca hacia “otra parte”. Un día alguien escribió sobre su Irán y su Orán, su Europa, su Brasil. ¿Cuál es mi occidente?, ¿esa otra parte?, ¿la izquierda de mi cuerpo? ¿O es el oriente? Mi derecha y mi izquierda van enfiladas: uno. ¿O es también mi Brasil, mi Europa, mi Orán, mi Desierto, mi playa veracruzana? Al fin de cuentas, soy tan oriente como occidente, tan veracruzana como brasileña, tan argelina como desértica. Donde cada ser evoluciona según su propia necesidad.
¿Qué pasaría si fueras una piedra? Con mayor razón serías un solo territorio. La piedra es base de cambio. La piedra soy yo, tú, ella, él, ustedes, eso, aquello, la naranja, el limón, la piña, el sol, el horizonte, mi mano, tu mano, todo. Y nada. Nunca patees una piedra cuando estés molesto o enojado, porque puedes estar pateándote a ti mismo.
Aún. No soy. Lo que podría. Ser. Pero. Ya soy. Y de pronto aparezco en un lago, en una cabaña en medio de un lago. En una cabaña que echa humo por la chimenea, en medio de un lago. En una cabaña que echa humo por la chimenea en medio de un lago rodeada de agua, y más allá, bosque, y: No tengo nada que pedirle... Y si la posibilidad es un sin fin de caminos libres de juicios, me has leído.

*Texto escrito a partir de un ejercicio en el que leímos "Vivir la naranja" en La risa de la medusa. Esayos sobre la escritura, de Hélène Cixous.