miércoles, 13 de septiembre de 2017

Apología a las coyunturas olvidadas



Ileana del Río
 
I
Hay veces que me gustaría ser más consciente de lo que me rodea y de lo que soy. Al mismo tiempo sé que tal cosa es imposible. No es como que el mundo se revela al antojo de uno; es más bien circunstancial, así que los olores, colores y sabores se funden en un espectro distinto cada vez que las experiencias y la intuición nos llevan, a ciegas, de la mano hacia lo inesperado.
Llevo tiempo pensando en mi rodilla derecha. Serían casi ocho meses que la traigo en la cabeza, pero me da pena evidenciarla. Exponer el cuerpo a través de la palabra escrita o aludiendo a la mirada del otro me parece de lo más íntimo, especialmente porque siento que he cargado con un cuerpo a modo de entierro: escondiéndolo, a veces negándolo, como si de su propia vida no brotaran raíces en esa tierra donde intento confinarlo.
Todo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano llegaría el momento de cada hueso, cada músculo y cada tendón para ser reconocido por este manojo de nervios difusos y miopes al que puedo reducirme. De esta forma descubrí la disparidad entre mi lado derecho y el izquierdo. El derecho siempre tan consentido porque me permite escribir, manipular instrumentos y materiales para crear y transformar. El lado izquierdo tan pasivo, paciente, dispuesto a participar cada vez que es requerido, a ser despertado de su eterno sueño. El izquierdo tan místico.
Supongo que le di un lugar a mi cuerpo hace un par de años. En realidad nuestra relación es relativamente nueva. Mi cuerpo se reducía a mi rostro cubierto de acné, a la naturaleza inquieta de mi cabello, al exceso de grasa corporal y a esos vellos abdominales que “no deberían” estar ahí (siendo más largos del lado izquierdo de mi ombligo que del derecho) y han causado la sensación más idiota del mundo: la vergüenza de sí, por más de diez años, pero esa es otra historia.
Volvamos a mi rodilla derecha. Su presencia en mi vida la generó un pequeño dolor que a primera vista no pude identificar. Desconozco su estructura interna, sólo sé que algún nervio ahí dentro choca con otro y hace como un “clic clac” cuando la estiro y la contraigo. Es como si guardara un secreto y no quisiera decírmelo. Un misterio. Un castigo. El cuerpo también sabe de venganzas.
Mi rodilla comenzó la suya durante mi ingreso a las clases de spinning en el gimnasio; nada mortal su manifiesto, aunque a veces molesto y evidente por una ligera inflamación.  A veces me apanico pensando en una posible operación de rodilla a mis 40 años, luego recuerdo que cada parte del cuerpo tiene sus propias características a pesar de ser una aparente simétrico.
El secreto de mi rodilla retumba también al correr en la caminadora, cuando pruebo esa sensación falsa de libertad trepada en una máquina nefasta. De esta forma mis rodillas también se han ido moldeado, pero no puedo comparar sus cambios porque en realidad nunca las conocí en su estado original. Una verdadera pena.
A menudo llega la melancolía por el misterio que guarda mi rodilla derecha y la acaricio a manera de disculpa por haber tratado de esconderla hasta que sólo le quedó gritar por su existencia. Me pregunto de qué habrá sido capaz cuando yo era más joven. Me pregunto si me la merezco, si merecemos lo que nos da sustento y estructura cuando a estos elementos ni los damos por sentado, cuando las sensaciones que pasan por ahí no nos significan nada.
A veces dedico un buen rato a ciertas partes de mi cuerpo que desconozco y me fascinan: a mis paletas, mi clavícula, a los huesos de mis manos. Me recuesto y los siento. Me siento. Cada vez que los evoco siento que me acaricio el alma.

II
Hace unos días experimenté mi primer accidente de carro como conductora. Es la segunda vez en menos de un año que sobrevivo a un accidente automovilístico que pudo haber sido mortal. Ambos casos han sucedido lejos de casa, en tierras con sus propias reglas, confusiones y limitaciones.
Esta vez lo que más valoro del evento es que ninguna vida aparte de la mía corría peligro dentro del vehículo que manejaba.
Es rara la respuesta de la mente y el cuerpo en situaciones extremas como esta, en un escenario imaginario me presentiría dramática o una magdalena, sin embargo estuve más que despierta. Mi inglés fluyó mejor que nunca, segundos después del impacto hablé por teléfono a mis empleadores y comenzó un via crucis que parece no tener fin en ningún sentido.
Después de quitarme de encima las bolsas de aire salí caminando erguida. No pasó nada. Sólo choqué. A lo mejor me corren. Estoy sola. Me van a correr. Lo mismo pasando por mi mente durante más de tres horas, entre diálogos con policías, testigos y demás. Tomando fotos para mis jefes, siendo de nuevo un grano de arena en la máquina que lo mueve todo. Moviéndome yo con una ligereza temible. Una frialdad tal vez que aún ahora desconozco.
Una frialdad que se fue disipando para entrar al calor de nuevo, un calor que sacaba a flote el golpe en mi espalda, el dolor en mi hombro derecho y un montón de moretones inexplicables que aparecieron poco después. Me sentía mal y a nadie le importaba. Paradójicamente es posible existir ante otros en forma de un mero cuerpo incapaz de ser lastimado, agredido y al mismo tiempo ese cuerpo es omitido si por alguna razón no es tan eficiente.
No dudo jamás de la fragilidad de los huesos y la carne que me envuelve. No dudo el haber podido muerto en una tierra que no es mía, a cargo de personas a las que no les importo. No dudo que mis restos queden flotando de forma casi anónima rodeados por la falta de empatía. Sin embargo, mi hombro derecho gritaba más bien por lo opuesto, por su resistencia ante las circunstancias donde descubrimos juntos lo fugaz y relativo del bienestar.
También ese día confirmé que soy atea. Nunca pensé en Dios. No hay lugar dentro de mí pequeñez para semejante idea. Sólo quedaba sobrevivir o quedar ahí. El azar optó por lo primero.
Me sentí impotente y vulnerable mientras el dolor y el coraje se apoderaban de mí. Sobrevivir puede ser una molestia para algunos. Al parecer, algunos no deberíamos sobrevivir y andar campantes; tendríamos que sufrir primero las consecuencias del seguir de pie cuando el mundo arde.
Anoche, después de mucho repelar, tuve atención médica. Durante la sesión de rayos X me desmayé en la sala. La técnica y el doctor me sostuvieron antes de caer. Es el estrés. Eso dije. El estrés del dolor y la tensión, de lo racial, lo social y lo económico. El miedo de estar en otro país. El miedo de estar adolorida de forma irreparable en otro país. Todo se reducía a estar sola en otro país. Al haber estado atenta para todo excepto para mí, para mi espalda, mi clavícula y mi hombro.
Reprimí el llanto tres veces durante la semana. ¿Por qué lloraba? No sé. Sólo surgía de muy adentro. Al final, quién es uno para parar al mar. Nadie. Ahí desmoronada en la sala de rayos X, tuve el primer contacto con la humanidad después de una semana. El interés genuino de personas que no están obligadas a tomarme a mí y a mi hombro en cuenta.
De nuevo, ya en casa acudí a mis dedos, al naproxeno, a la cama, a la música y a la calma de mi soledad. Acariciando el hombro, acomodando la espalda entre almohadas. Se acomoda el cuerpo para acomodar el alma. Se descansa un poco de ese inquieto yo que vive en la cabeza.
Así, me siento un poco fuerte otra vez, en mi vulnerabilidad innegable, en mi irrelevancia social y económica. Mi cuerpo me recuerda como siempre dónde estoy y si cierro los ojos también me recuerda a qué vine.
Surge también algo que no me dejar ser completamente pisoteada u omitida. Esa parte de la inteligencia que no tomo en cuenta hasta que me paro frente a personas a las que les vendría bien un madrazo en la cabeza. La templanza. Desde los griegos hasta el 2017. Templanza que me lleva a respirar de nuevo, a plantar los pies con fuerza incluso cuando no sobran las ganas.
Aquí sigue mi estructura ósea sobreviviendo. Esperando. Día tras días. No hay nada en el mundo con tanta paciencia como el propio cuerpo que lleva su llamado desde lo más recóndito hasta su expresión obvia en fluidos, marcas, cicatrices, moretones, pulsaciones, dolores. ¿Quién es uno cuando solo respira? ¿Quién es uno cuando duerme?
Aquí estoy yo, consciente de que debo ser siempre fuerte por esto que me cubre, que me permite moverme, que me protege y me conecta de otros. Soy una muestra de que caminar luego de sobrevivir una vez más a la muerte no es una victoria acogida por muchos, pero para eso mismo se resiste. Porque uno existe y la materia orgánica insiste siempre en evidenciarlo.
Ojalá algún día sea de verdad digna de mi estructura olvidada de heroína mortal.



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