martes, 27 de junio de 2017

La Concha



 Imagen tomada de https://www.etsy.com/mx/listing/95193654/de-impresion-de-perros-y-ancianas-una

María B.

Se dice que la influencia más fuerte que carga una persona proviene de la familia con la que pasa más tiempo. Que dejarán sus rastros, restos, pasos y pensamientos en una. Los visibles y los no visibles; los generosos y los no tanto. ¿Será cierto? Y si lo es, hay trabajo por hacer. Pero con que lo hayamos siquiera pensado, creo que tenemos la autoridad de elegir quedarnos con esa “influencia” o nadar hacia la otra orilla.
Mientras tanto, recuerdo a la tía bisabuela Concha, la tía abuela de mi madre. Nunca me pareció raro llegar a conocer parientes que estuvieran más allá de los abuelos. Yo creo que ni siquiera lo pensaba como ahora. Me resultaba fascinante saberlos parte de la alfombra que pisaba. A veces de forma lejana, casi caricaturesca.

Concepción Niebla o Concha, como la llamaban, nació en un pueblito de Sinaloa, y en busca de mayor prosperidad viajó a Mexicali, Baja California, con su hermana y su cuñado, donde trabajarían las tierras recién adquiridas. Sólo la edad la ablandó, eso dicen. Mujeres que crecieron y aprendieron a sobrevivir en el México revolucionario.
       No se a qué se dedicaba Concha y nadie atina a algo concreto. Pero la recuerdo. Vuelvo: la veo ahí entre dos niños: mi hermano y yo. Íbamos a verla cada verano. Mi mamá y mis tías nos llevaban de visita e insistían en que nos portáramos muy bien, nada de correr o gritar (nunca lo lograron). Al final, era un deleite ir a visitarla.
Imposible no pensar en el gran pan dulce mexicano: la concha. Blanca y dulce como la cubierta de vainilla. Redonda, rellenita y todos la buscaban siempre. Una señora de tez blanca y ojos verdosos. Su piel arrugada como pasita. Sus venas saltonas de color verde y morado atrapaban mi atención sin el menor disimulo, y una voz que recuerda a la de los cuentos de brujas. Fue una señora cálida y yo me dejaba apapachar como un juguete en sus manos. Su casa fresca, con un jardín y plantas que daban a la calle,  era relajante.

Nos ofrece a mí hermano y a mí algo de comer y de beber. Yo tendría ocho años y él seis. Esa costumbre de usar la comida en señal amistosa y tranquilizadora. Sólo recuerdo sándwiches de cajeta de membrillo y grandes vasos de agua o leche. Elijo agua; no me gusta la leche. Era difícil no sentir náuseas al tomar agua en esos vasos de vidrio mal lavados. Viene el momento culmen, el complicado: bajo la mirada coercitiva de mi tía, la de mayor autoridad, termino aceptando la merienda. Una comicidad, mezcla de rechazo y culpa. Luego, lo comía todo casi sin respirar, para no ser atacada por una bacteria o morir del dolor de estómago. ¿Cómo no evitarlo si era una viejecita que se desvivía por nosotros (o eso aparentaba)? Termino devorándolo todo y hasta comiendo un segundo sándwich.
         Hay otro detalle que me absorbe entera frente a ella. Llámenle inocencia infantil o simple fantasía. Ella tan blanca, casi transparente, y yo tan morena, casi oscura, que no podía creer que esa viejita fuera una pariente mía. Paso mis ojos por cada detalle de su cuerpo para luego contrastarlo con el mío. Sin pudor alguno, veo y toco su piel, enseguida toco la mía. Me acerco. Sus ojos tan verdes. Luego voy a verme a un espejo y regreso con la tía Concha para intentar, supongo, encontrarme en ellos. Sólo la observaba y todo era fantástico. Una satisfacción por compartir alfombra o sillón o cocina, o sentarme en sus rodillas para que me peinara y me confiara a su gato. En secreto, siempre la vi como una bruja, pero de las buenas.
          Con el paso del tiempo y llegada la adolescencia me enteré de su muerte. Y no fui a su velorio. Vivo a unas treinta horas por carretera y a más de cuatro en avión. De haber estado cerca, voy a despedirme, estoy segura.

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