Imagen tomada de http://ybryksenkova.blogspot.mx/
Ileana del Río
Todavía sueñas con lo mismo algunas
veces. Te pones tan tensa que despiertas, miras tu cuarto, respiras hondo y
confirmas que no es el mismo de hace años, que el tiempo ha pasado: tu cuerpo
ocupa buena parte del colchón. Ya no hay espacio para que los monstruos duerman
a tu lado; ellos también han cambiado de residencia a una menos tangible. Por
ahora están en paz.
Sin embargo, algo se dispara, vuelves a
ese mismo momento. ¿Qué es lo que hay detrás de la memoria? ¿Por qué ese
recuerdo y no otro? Entonces, el cansancio de tanto darle vueltas te duerme de
nuevo. Hay que desayunar avena e ir a trabajar. Hay que ser funcional. Luego,
en esos tiempos muertos miras por encima del cubículo hacia la ventana de la
oficina. Piensas de nuevo y suspiras. ¿Existen vidas dignas de envidiar?
Tendrías unos ocho años, usabas tenis de
lona e ibas por la vida con dos colitas de caballo. Primero conociste a
Claudia. Iban a la misma escuela, odiaban el uniforme y los saludos a la
bandera. Constantemente las sacaban del salón por platiconas. Después de la
primera junta en la oficina del director sus madres también se volvieron
amigas. Mientras ustedes jugaban a las muñecas o a la casita, ellas tomaban
café, lamentándose de cocinar y lavar trastes la mayor parte del tiempo.
Ustedes todavía no sabían muy bien qué era eso. Todo se resumía al ayer y al
ahora, tal vez al mañana, pero la idea concreta del futuro no existía.
Semanas después conociste a Paty. La
primera vez le diste una mirada de desconfianza, de esas que les dirigías a los
señores que andaban pidiendo monedas por las calles. Algo no cuadraba. Como
buena niña decidiste seguir el juego. Sonreíste y todo. Sacaste tu Barbie de la
mochila. Hubo drama con Ken, cambios de ropa y paseos en el Beetle rosado de Claudia.
Serían las tres mejores amigas. Ahora piensas que la idea de Sex and the city fue tuya primero.
Moviste tus manos en señal de despedida, pero no te acercaste a Paty. Te fuiste
así como gato bocarriba.
Tu madre preguntó cómo había ido todo.
Sonreíste de nuevo. Ella lo sabía. No quiso decir nada y no preguntaste.
¿Estaría tu madre ciega? Cenaste quesadillas y al recostarte en tu cama notaste
que eras pequeña, probablemente otros tres niños de tu edad podrían dormir
contigo y aún sobraría algo de espacio; en cambio Paty era enorme, un gigante
de los cuentos escolares. Una niñota.
No dormiste. Pensabas en el tamaño de sus
zapatos y el largo de su falda, en su altura ocupando el último lugar de la
fila de formación, sus rodillas rebasando la mesa en el salón de clases. No era
posible. Tenías un poco de miedo, así que no preguntarías nada. La madre de
Paty no dejaría de agradecer tu presencia durante los tres años que llegaste a
ir a su casa.
Tragaste saliva muy seguido, en especial
con los accidentes: cuando se lastimó la cabeza al brincar en la cama; la vez
que rompió el traje de princesa de Claudia y ella se fue furiosa del cuarto, tú
decidiste quedarte al ver a Paty llorar. Ahí parada con una tiara en la cabeza
escuchaste sus sollozos acompañados de frases entrecortadas por el tartamudeo.
No entendías nada, pero te recordaba a esos animales indefensos en las
películas de Disney, como si Paty hubiera perdido algo que todos los demás
tuvieran y eso la transportara a una dimensión distinta.
Dimensión a la que no le quedaba más que
soportar esas miradas iniciales que tú le hiciste, pero por parte de otros. De
los que se asustaban al verla trepar árboles, al andar contigo y Claudia en
bicicleta. Tenías la certeza de que ella lo sabía, ¿y qué? No era su culpa “ser
retrasada”. Te enteraste de eso después, por boca del hermano de Claudia. En
ese momento incluso dejó de gustarte. Y, bueno, tú siempre tan inocentona.
Descubriste que en realidad tenía 17 años
cuando la conociste. Una niña encerrada en el cuerpo de alguien más grande. Así
sería por el resto de su vida. No había
uniforme ni zapatos enormes. No iba a la escuela. Su cabello se volvería gris,
no volvería a trepar árboles en un futuro, ¿de qué viviría? Ella insistía en
ser doctora y tú lograste ser abogada, lo que deseabas. Actualmente te
preguntas si volverás a verla, si andará por ahí con un estetoscopio y una bata
cargando a algún sobrino como si fuera un Nenuco.
Te adaptaste para seguir jugando a “la
traes”, para no hartarte del Turista Mundial, del manotazo porque Paty no
entendía cómo jugar a otra cosa con tantas cartas. Claudia y tú fueron las
amigas cercanas. Las dos se asustaron cuando Paty amaneció manchada de sangre
en los pantalones al día siguiente de una pijamada.
Hasta que llegó el día en que te negaste a
jugar con las Barbies, a perseguir a Paty en el jardín y a ver sus caricaturas
favoritas. De pronto, un día dejaste de ir. Pataleaste igual que los niños
pequeños en el supermercado. Le gritaste a tu madre que no volverías nunca. No
mentiste.
Paty llamaba por teléfono y le decías que
estabas ocupada, que ya casi entrabas a secundaria. Ella lloraba. Colgabas
rápido. Habías escuchado que la gente así no retenía recuerdos por mucho
tiempo. Eso te tranquilizaba. Te preguntabas si al estar en secundaria tus
nuevas amigas se reirían de tu amistad con ella. Alguien grande y torpe que
todavía jugaba con muñecas. No. Sería tu muerte.
No volviste a verla hasta un verano a tus
catorce años. Reconociste su tic de tomar sus mechones de pelo y pasarlos detrás
de sus orejas continuamente. También esa manera de caminar un poco encogida.
Viste a su madre tomándola de la mano con expresión de cansancio. Te
petrificaste. Parecía que no mucho había cambiado. Imaginaste un escenario en
el que te volteabas y caminabas en dirección opuesta al encuentro. Avanzaste
lentamente, escondida bajo tu fleco recto, tu nuevo look secundariano, y ella
te miró con la tranquilidad de un cachorro, frunció el ceño y siguió caminando.
También te vio, pero no pudo decir nada.
Pasaste la noche en vela. Su existencia
era como un error en la programación del universo. Sería el perrito perdido en
la complejidad del mundo. Te preguntaste si debiste ser más paciente, si el
jugar un rato más a las muñecas no te hubiera hecho inmadura. En ese instante
descubriste que la estúpida eras tú.
Se te olvidó que la niña grande te
defendió cuando unos niños quisieron robar tu bici. También cuando te cargó
antes de que cayeras a un charco de lodo. La recuerdas casi a diario desde que
viste aquel programa nocturno con reportajes aburridos, donde aprendiste que la
gente como Paty muere a eso de los cuarenta años. Este año cumpliría 41. No
sabes si ya murió o sigue viva. La imaginas viva saltando entre jardines y
arrancando todas las flores naranjas, sus favoritas. Haces una nota mental para
no imaginarla muerta, convencida de que su extinción sería también fin de la
inocencia como la conociste.
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