martes, 20 de junio de 2017

Las niñas grandes


Imagen tomada de http://ybryksenkova.blogspot.mx/



Ileana del Río
Todavía sueñas con lo mismo algunas veces. Te pones tan tensa que despiertas, miras tu cuarto, respiras hondo y confirmas que no es el mismo de hace años, que el tiempo ha pasado: tu cuerpo ocupa buena parte del colchón. Ya no hay espacio para que los monstruos duerman a tu lado; ellos también han cambiado de residencia a una menos tangible. Por ahora están en paz.
Sin embargo, algo se dispara, vuelves a ese mismo momento. ¿Qué es lo que hay detrás de la memoria? ¿Por qué ese recuerdo y no otro? Entonces, el cansancio de tanto darle vueltas te duerme de nuevo. Hay que desayunar avena e ir a trabajar. Hay que ser funcional. Luego, en esos tiempos muertos miras por encima del cubículo hacia la ventana de la oficina. Piensas de nuevo y suspiras. ¿Existen vidas dignas de envidiar?
Tendrías unos ocho años, usabas tenis de lona e ibas por la vida con dos colitas de caballo. Primero conociste a Claudia. Iban a la misma escuela, odiaban el uniforme y los saludos a la bandera. Constantemente las sacaban del salón por platiconas. Después de la primera junta en la oficina del director sus madres también se volvieron amigas. Mientras ustedes jugaban a las muñecas o a la casita, ellas tomaban café, lamentándose de cocinar y lavar trastes la mayor parte del tiempo. Ustedes todavía no sabían muy bien qué era eso. Todo se resumía al ayer y al ahora, tal vez al mañana, pero la idea concreta del futuro no existía.
Semanas después conociste a Paty. La primera vez le diste una mirada de desconfianza, de esas que les dirigías a los señores que andaban pidiendo monedas por las calles. Algo no cuadraba. Como buena niña decidiste seguir el juego. Sonreíste y todo. Sacaste tu Barbie de la mochila. Hubo drama con Ken, cambios de ropa y paseos en el Beetle rosado de Claudia. Serían las tres mejores amigas. Ahora piensas que la idea de Sex and the city fue tuya primero. Moviste tus manos en señal de despedida, pero no te acercaste a Paty. Te fuiste así como gato bocarriba.
Tu madre preguntó cómo había ido todo. Sonreíste de nuevo. Ella lo sabía. No quiso decir nada y no preguntaste. ¿Estaría tu madre ciega? Cenaste quesadillas y al recostarte en tu cama notaste que eras pequeña, probablemente otros tres niños de tu edad podrían dormir contigo y aún sobraría algo de espacio; en cambio Paty era enorme, un gigante de los cuentos escolares. Una niñota.
No dormiste. Pensabas en el tamaño de sus zapatos y el largo de su falda, en su altura ocupando el último lugar de la fila de formación, sus rodillas rebasando la mesa en el salón de clases. No era posible. Tenías un poco de miedo, así que no preguntarías nada. La madre de Paty no dejaría de agradecer tu presencia durante los tres años que llegaste a ir a su casa.
Tragaste saliva muy seguido, en especial con los accidentes: cuando se lastimó la cabeza al brincar en la cama; la vez que rompió el traje de princesa de Claudia y ella se fue furiosa del cuarto, tú decidiste quedarte al ver a Paty llorar. Ahí parada con una tiara en la cabeza escuchaste sus sollozos acompañados de frases entrecortadas por el tartamudeo. No entendías nada, pero te recordaba a esos animales indefensos en las películas de Disney, como si Paty hubiera perdido algo que todos los demás tuvieran y eso la transportara a una dimensión distinta.
Dimensión a la que no le quedaba más que soportar esas miradas iniciales que tú le hiciste, pero por parte de otros. De los que se asustaban al verla trepar árboles, al andar contigo y Claudia en bicicleta. Tenías la certeza de que ella lo sabía, ¿y qué? No era su culpa “ser retrasada”. Te enteraste de eso después, por boca del hermano de Claudia. En ese momento incluso dejó de gustarte. Y, bueno, tú siempre tan inocentona.
Descubriste que en realidad tenía 17 años cuando la conociste. Una niña encerrada en el cuerpo de alguien más grande. Así sería por el resto de su vida.  No había uniforme ni zapatos enormes. No iba a la escuela. Su cabello se volvería gris, no volvería a trepar árboles en un futuro, ¿de qué viviría? Ella insistía en ser doctora y tú lograste ser abogada, lo que deseabas. Actualmente te preguntas si volverás a verla, si andará por ahí con un estetoscopio y una bata cargando a algún sobrino como si fuera un Nenuco.
Te adaptaste para seguir jugando a “la traes”, para no hartarte del Turista Mundial, del manotazo porque Paty no entendía cómo jugar a otra cosa con tantas cartas. Claudia y tú fueron las amigas cercanas. Las dos se asustaron cuando Paty amaneció manchada de sangre en los pantalones al día siguiente de una pijamada.
Hasta que llegó el día en que te negaste a jugar con las Barbies, a perseguir a Paty en el jardín y a ver sus caricaturas favoritas. De pronto, un día dejaste de ir. Pataleaste igual que los niños pequeños en el supermercado. Le gritaste a tu madre que no volverías nunca. No mentiste.
Paty llamaba por teléfono y le decías que estabas ocupada, que ya casi entrabas a secundaria. Ella lloraba. Colgabas rápido. Habías escuchado que la gente así no retenía recuerdos por mucho tiempo. Eso te tranquilizaba. Te preguntabas si al estar en secundaria tus nuevas amigas se reirían de tu amistad con ella. Alguien grande y torpe que todavía jugaba con muñecas. No. Sería tu muerte.
No volviste a verla hasta un verano a tus catorce años. Reconociste su tic de tomar sus mechones de pelo y pasarlos detrás de sus orejas continuamente. También esa manera de caminar un poco encogida. Viste a su madre tomándola de la mano con expresión de cansancio. Te petrificaste. Parecía que no mucho había cambiado. Imaginaste un escenario en el que te volteabas y caminabas en dirección opuesta al encuentro. Avanzaste lentamente, escondida bajo tu fleco recto, tu nuevo look secundariano, y ella te miró con la tranquilidad de un cachorro, frunció el ceño y siguió caminando. También te vio, pero no pudo decir nada.
Pasaste la noche en vela. Su existencia era como un error en la programación del universo. Sería el perrito perdido en la complejidad del mundo. Te preguntaste si debiste ser más paciente, si el jugar un rato más a las muñecas no te hubiera hecho inmadura. En ese instante descubriste que la estúpida eras tú.
Se te olvidó que la niña grande te defendió cuando unos niños quisieron robar tu bici. También cuando te cargó antes de que cayeras a un charco de lodo. La recuerdas casi a diario desde que viste aquel programa nocturno con reportajes aburridos, donde aprendiste que la gente como Paty muere a eso de los cuarenta años. Este año cumpliría 41. No sabes si ya murió o sigue viva. La imaginas viva saltando entre jardines y arrancando todas las flores naranjas, sus favoritas. Haces una nota mental para no imaginarla muerta, convencida de que su extinción sería también fin de la inocencia como la conociste.



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