Romina Inzunza
Llegó de Durango a principios de siglo cuando tenía 15 años. Decían que
los revolucionarios que andaban con Pacho Villa se robaban a las muchachas. Por
Torreón también pasó la Revolución, pero tampoco se podía andar huyendo todo el
tiempo. Cuando no llegaba a dormir alguno de sus primos o tíos la mandaban a
los tajos a ver si reconocía al ausente en uno de los tantos cadáveres que
aparecían cada mañana. Ella caminaba entre muertos buscando a sus parientes.
Recuerdo su cabello completamente blanco, envuelto en un broche de
carey. Delgadita, blanca, y de nariz afilada, sentada frente a una máquina de
coser siempre. Ella guardaba sacos con monedas viejas en su petaca. A veces las
sacaba y quería mandarnos con ellas a la tienda. Habían dejado de valer desde
la Revolución, cuando el peso era más inestable que ahora. Creía que la
queríamos timar al decirle que sus monedas ya no podían comprar nada. Se
enojaba y las volvía a guardar.
Sabía hacer trajes, abrigos, vestidos, pantalones y
camisas de cuello almidonado. Llegó a tener en su propia casa un taller con
varias costureras. Entregaba docenas de camisas almidonadas a la semana. En las primeras décadas
del XX, la ciudad se iba llenando de extranjeros, y por mucho tiempo mi
bisabuela fue la proveedora de pedidos. Coser todo el día fue la forma de olvidar
que era una joven viuda.
Una forma de olvidarse de sus muertos.
En la mente puedo volver a dibujar detalle a detalle su habitación. La
cama era un accesorio que pasaba desapercibido, pues los protagonistas eran los
colores de las telas, los hilos, las reglas y el sonido de la máquina. La
atracción por esa parte de la casa fue para mí inevitable. Me gustaba asomarme,
despacio, ver el trabajo a medias, elegir retazos de telas, cambiar el color de
los hilos de la máquina, revisar que todo en ella estuviera en su lugar,
prender el foco para enhebrar y girar la rueda que hacía subir y bajar la
aguja, que dibujaba líneas sobre los pedazos suaves de colores.
Todas las veces que le pedí los sobrantes de sus
costuras aceptó. Le sorprendía que fuera tan pequeña y que me gustara pasar
tantas horas en ese cuarto desordenado. Fui la única bisnieta que le gustaba
hurgar en su taller, buscando tesoros. Poco a poco aprendí a pegar cierres, a
hacer bastillas, a poner bies…
Los botones siempre fueron un tema aparte. Me
gustaba vaciar el frasco de botones sobre la mesa y jugar con ellos. Uno de los
juegos consistía en acomodarlos del más grande al más pequeño, o del color más
elegante (uno forrado con tela) al más simple (un blanco de camisa); también
solía ordenarlos del más preferido al que menos me gustaba. Jugué tantas veces
con los botones que éstos se convirtieron en personajes, en colonias; algunos
tenían nombre y daban la bienvenida cuando llegaba un nuevo miembro a la ciudad
botonil. También sufrí pérdidas, aunque la mayoría permanecieron por años en el
frasco.
Puedo aún recordar sus manos largas bajo la
lámpara, haciendo un trazo, bordando a mano, siempre en silencio. Mi bisabuela
pensaba –cuenta mi madre– que yo debía ser de un mundo raro, que no era normal que
una niña quisiera coser en vez de jugar con otras niñas. Creo que su taller me
proporcionaba la paz que no había en mi casa materna; la comodidad de
permanecer junto a otra persona sin hablar, porque ahora me siento de la misma
forma al abrir el canasto que prácticamente robé cuando ella murió. Nadie
extrañó los encajes, los elásticos, las tijeras, los hilos, ni el frasco de
botones. No pude ir a su entierro; tenía once años, ella más de noventa. Al
saber que no estaría nunca más se me soltó el estómago por días. Murió de
viejita, sin que un pedacito de su cuerpo le doliera.
Lo que sí aprendí fueron sus frases. Unas frases
que usaba como groserías. Como cuando se notaba a leguas que alguien mentía,
exageraba o presumía lo que no tenía, mi bisuabuela decía entre dientes y
arrastrando un poquito la voz: “Mala ya su lengua”. Pero indudablemente, la que
más me gustaba era la que decía cuando estaba muy molesta. Que ahora que lo
pienso no era una, sino tres, y con ellas podías saber qué tan enojada estaba.
Si estaba medianamente molesta te decía “aborrecido”, pero si estaba bastante
enojada te gritaba, un poco cantado: “aborto del infierno” o llegaba a
combinarla con la de: “engendro del demonio”. A mis primos y a mí nos daban
mucha risa, sobre todo cuando no iba dirigida a alguno de nosotros.
Hoy,
mientras esto me daba vueltas en la cabeza, fui a una tienda del centro. Se
llama Zarzar, pero la gente lo conoce como “sal-si-puedes”. El dueño era un
árabe que no te dejaba salir sin comprar algo. La tienda existe desde que vivía
mi bisabuela. Compré telas e hilazas de muchos colores. No sé en qué habré de
usarlas. No sé nada de costura en comparación con lo que ella sabía. A mí sólo
me gusta emular que coso y que bordo, y a veces me dan unas inmensas ganas de sacar
el frasco de botones, cuado nadie me ve, y jugar de nuevo con ellos. Es, quizá,
una forma de mantener viva a mi muerta.