miércoles, 1 de noviembre de 2017

sin título


          

ilustración extraída de https://www.behance.net/gallery/5602507/Childrens-Illustration-2


Cactus Vargas M.

            I
La enredadera de tu cabeza
el olor detrás de tus orejas
mil mariposas guiñan con tus ojos
mirada de ocaso, con los años detrás tuyo, 
ensimismada absorta en tu magia 
brindas la melancolía del apacible mar 
instantánea llena de memorias 
deidad de la risa
prodigio de los cuatro elementos 
hechicera, hada, infinita
discípula de tu luz 
colmarme de ti,
tomar tus pociones para sanar mi corazón de niña
Pequeña giganta 


            II 

Tu presencia alineó todo
contigo llego a mí la fuerza que no me abandonará nunca
momentánea aguardó en mis brazos mientras te cargaron, para invisible, ligar nuestros corazones mientras se separaban y tejer la nueva vida que regalaste
corrió por el cuerpo, llegó a la voz, a los ojos, y nunca dejará el corazón
Beso tus manos que acarician como brisa para dar nueva forma a las cosas 
armadura de roble con olor de castañas 
pupa de pétalos y espinas 
mirada que construye verdades 
espiga del viento, dame el amor de cada día
aún en tus tormentas permaneceré 
Que el nombre con el que me bautizaste nunca abandone tus labios

viernes, 13 de octubre de 2017

Las lloronas


A.Romo

Cuentan que hace muchos años, en la época que México era colonia española, existió una mujer que por despecho amoroso mató a sus hijos, y arrepentida, casi inmediatamente quedó condenada a buscarlos y llorarles por toda la eternidad. Con el dolor de una pérdida irreparable deambula por todo el país siempre llamándolos: ¡Aaayyyy….mis hijos! Y su lamento provoca escalofríos a quienes la escuchan.
Yo creo que hace tiempo en mi México nos hemos acostumbrado a sus lamentos y ya no nos provocan miedo ni escalofríos; a algunas personas quizá compasión, y a las menos, indignación y solidaridad. Las lloronas de hoy sólo encuentran eco a sus lamentos y su dolor.
He conocido a algunas personalmente, de otras he sabido porque alguien me habló de ellas, a unas las he visto a la distancia, pero las lloronas tienen rostro, y al hablar de estos rostros vienen a mi pensamiento muchos nombres, porque los rostros tienen nombres, y a lo largo de los años han cruzado por mi camino,  transformado mi vida y también mi propio rostro.
Rostros espejos de un dolor silenciado, dolor que se pierde ante las impactantes imágenes cotidianas y noticias de ejecutados, asesinados, desaparecidos, esfumados, y vueltos invisibles, dejan vacíos en la vida de quienes los amaron al margen de cualquier justificación o juicio que se busque dar a su muerte o desaparición.

Las lloronas de Ayotzinapa
Las lloronas de San Fernando
Las lloronas de Tlataya
Las lloronas de los feminicidios
Las lloronas de Sonora
Las lloronas de Allende
Las lloronas de las fosas clandestinas
Las lloronas de todo México

Rostros de madres que se multiplican por miles y quedan como fondo de un escenario deshumanizado y deshumanizante.
Políticos insensibles y mediocres como directores de esta obra que permanecen impávidos ante una angustia creciente, oprimida, callada, pero no por eso menos destructiva.
Angustia y dolor creciendo en miles de duelos inelaborables que alcanzan ya a una sociedad completa.
Angustia y dolor creciendo lentamente como una marea dispuesta a romper el dique que impone el poder mal ejercido.
Miles de muertos y desaparecidos, por cada uno de ellos rostros que no son los protagonistas principales de las noticias y de las historias, sino rostros que permanecen en el olvido aparente.
¿Quién hará justicia por todos ellos?
¿Quién hará justicia y reparará este país que se desmorona ante nuestros ojos?
¿Quién escucha a las lloronas?
Pobre México, perdido en los estrechos límites de la pobreza. La frontera con la muerte acechante. Sin tiempo ni espacio externo sólo queda la imaginación. Porque casi todas las lloronas son pobres y sobre ellas se ensañan de manera especial todas las violencias.

Las lloronas de hoy siguen buscando eternamente a sus hijos e hijas. El peso de la violencia social cae sobre las mujeres, principalmente sobre mujeres pobres, ellas son las que dan el primer paso y salen a las calles solas y en el camino se van encontrando, formando un colectivo que comienza a gritar lo que sucede; los pasos iniciales son movidos por la lógica del afecto, por la necesidad de encontrar a sus seres queridos.
Las nuevas lloronas son las mujeres obligadas por las circunstancias a enfrentar el impacto de la violencia en sus propias vidas.
Ellas tienen que hacer frente a los duelos por las pérdidas familiares y sociales, y la mayor parte de la reconstrucción recae sobre sus espaldas. Son lloronas en búsqueda de los perdidos y son madres de los presentes
Las lloronas de hoy……. ¿Cuántas lloronas más necesitan haber en México para levantarnos y romper de una vez con la maldición?

martes, 19 de septiembre de 2017

Entre frutas te veas



María V.


Primer paso: conocimiento. Tantear con el aroma. Manosear con la mirada. Los primeros encuentros son hielo en el ambiente: tomo un cuchillo, lo afilo con los pensamientos que suben y bajan, y juego. Juego a atacar o defenderme según los bailes de mi estómago, según la contracción de los tendones de mis piernas, o simplemente suavizo los pies. Siempre hielo en el primer ambiente. Frío que quema las orillas del cuerpo; fuego que agrieta de dentro hacia afuera. Lo normal. Sé de antemano que no cualquiera alcanzará a vivir ese rincón.
En seguida, rincones como albercas de gelatina llena de grajeas de colores que alumbran el camino y pintan la piel. Como ese pastel que toco para saborear lo esponjosito, y meto el dedo, y derramo todo en mis manos hasta que quedan pegajosas. Todo es dulce y empalagoso. Tardo en limpiar las manos. Lamo cada rincón. Las atesoro.
Y como las atesoro, ahora las lleno de nuez. Juego. La pienso con la boca, la sigo con las manos. Como cuando después de bañarme, justo en el momento de cerrar la llave del agua cierro los ojos para ver los márgenes de ese pequeño espacio húmedo que me contiene. Con los ojos cerrados exprimo un poco el pelo y sólo así habla. Luego, tomo la toalla y seco el cuerpo, lo cubro, salgo, y toda la rutina dentro del baño es en ceguera auto-impuesta. Sólo yo impongo lo oscuro, y en esa cueva visual alcanzo a ver los bordes del otro horizonte.
Y los alrededores de la nuez son terrosos. Tierra. Tierra mojada si es que hay que llevarlas a la boca. Café, dura (como las piedras), difícil de romper. Pero sabes que dentro está la fruta; toda ella es una fruta. Cuando tengo una nuez y la abro nunca sé si está en su punto o le falta madurar. Ahí está, como el amor, como la resonancia de la voz, como la escritura, que en su punto o sin punto mezclo. Así, sin preguntar. Con permiso (y sin él), voy pasando.

De niña, cuando paseaba por el kínder a la hora del descanso, masticaba gajos de naranja que mi madre ponía de refrigerio. Masticaba lo más que podía para absorber todo el jugo posible antes del gran final: abrir la boca para dejarla caer a la tierra. Aún no podía comer la naranja de otra forma. A primera vista, cuando caía el gajo, ya se encontraba cubierto de tierra antes de tocar el piso. Lo observaba, me preguntaba cómo era posible que desde antes de caer ya atraía todo. Ahora sé que la realidad es otra en cuestión de segundos. Y en eso se me iba el recreo, en eso y en observar a las chicas y chicos más grandes de la escuela, los de tercero. Algún día yo iría a ese salón, al de los grandes. Salvo por el hecho de tener que masticar el gajo, chuparle la vida y luego dejarlo caer desde mi boca, siempre quise ser así, atraer todo desde antes de caer, pero sin caer. Es que nadie quiere caer. Bastarían algunos años para saber que ese gajo olvidado en tierra sería reabsorbido por la naturaleza. Ahora lo mezclo todo con piña: el corazón dentro, la sabiduría dentro, el proceso desde dentro y tan tropical como la memoria en mi nariz, en mis pies y en los sueños del lugar donde nací: la memoria de la arena en mi cuerpo.
Y la memoria en el cuerpo y el destino de los perfumes: mi olor, mi aroma, desde el abdomen que inflo y hundo para devorarlo todo, respirarte a ti; mis cuencos que guardan: lo amargo, a veces agrio, dulce, cítrico, natural, yo. Para ir a la teoría de las catástrofes. Es que simplemente adoro ese título porque me lleva a pensar en los vínculos invisibles, en especial cuando sólo vemos nuestras espaldas.
Y ahora, ¡venga la soberbia! Soy todas la voces, todas las traducciones, aunque éstas no se den cuenta. Mis piernas leen la lentitud del caracol. Letra por letra, semilla por semilla (claro, antes de ser fruta), una por una caen en la orilla del abismo y todo por creerse el juego del instante y el des-instante; por oscilar entre oriente u occidente; arriba o abajo; adentro o afuera. Pero no hay juegos. Sólo profundizar. ¡Abre los ojos! Somos cada instante, un solo territorio. Cada letra vuelve, con cada semilla. Abro los ojos. Y, ¡sí! Soy sublime. Vivo diariamente en esa posibilidad y pienso en la piña, el limón, la nuez…
Y otra vez en el desierto. De cierto sé que desierta he vivido y que el desierto está vivo. Una de las esquinas del territorio (¿un sub-territorio? Ni territorio, ni no-territorio, ni sub-territorio, aunque si tuviera que elegir lo pondría en el sub del sub del sub. Abajo, allá donde no hay oposición, simplemente otra parte). Miedo. Inocencia. Vida. Plantas verdes. No agua. Oasis. Dunas como olas del mar, como los cerros entre el abdomen y la cadera. Conexión: entrega: escritura: inocencia: ficción o no.
Y hoy la fruta libre. Fruta en reverso: fruta fuera de la boca, fuera de la mano, fuera de la bolsa de plástico, fuera del contenedor, fuera del recipiente comercial, fuera del comercio. Fruta en la rama, en su árbol, en su flor, en su canal de tierra. Pero de vez en cuando bajamos hasta la palma de la mano.
¿Qué saboreo? Sólo el aroma que me saca hacia “otra parte”. Un día alguien escribió sobre su Irán y su Orán, su Europa, su Brasil. ¿Cuál es mi occidente?, ¿esa otra parte?, ¿la izquierda de mi cuerpo? ¿O es el oriente? Mi derecha y mi izquierda van enfiladas: uno. ¿O es también mi Brasil, mi Europa, mi Orán, mi Desierto, mi playa veracruzana? Al fin de cuentas, soy tan oriente como occidente, tan veracruzana como brasileña, tan argelina como desértica. Donde cada ser evoluciona según su propia necesidad.
¿Qué pasaría si fueras una piedra? Con mayor razón serías un solo territorio. La piedra es base de cambio. La piedra soy yo, tú, ella, él, ustedes, eso, aquello, la naranja, el limón, la piña, el sol, el horizonte, mi mano, tu mano, todo. Y nada. Nunca patees una piedra cuando estés molesto o enojado, porque puedes estar pateándote a ti mismo.
Aún. No soy. Lo que podría. Ser. Pero. Ya soy. Y de pronto aparezco en un lago, en una cabaña en medio de un lago. En una cabaña que echa humo por la chimenea, en medio de un lago. En una cabaña que echa humo por la chimenea en medio de un lago rodeada de agua, y más allá, bosque, y: No tengo nada que pedirle... Y si la posibilidad es un sin fin de caminos libres de juicios, me has leído.

*Texto escrito a partir de un ejercicio en el que leímos "Vivir la naranja" en La risa de la medusa. Esayos sobre la escritura, de Hélène Cixous.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Apología a las coyunturas olvidadas



Ileana del Río
 
I
Hay veces que me gustaría ser más consciente de lo que me rodea y de lo que soy. Al mismo tiempo sé que tal cosa es imposible. No es como que el mundo se revela al antojo de uno; es más bien circunstancial, así que los olores, colores y sabores se funden en un espectro distinto cada vez que las experiencias y la intuición nos llevan, a ciegas, de la mano hacia lo inesperado.
Llevo tiempo pensando en mi rodilla derecha. Serían casi ocho meses que la traigo en la cabeza, pero me da pena evidenciarla. Exponer el cuerpo a través de la palabra escrita o aludiendo a la mirada del otro me parece de lo más íntimo, especialmente porque siento que he cargado con un cuerpo a modo de entierro: escondiéndolo, a veces negándolo, como si de su propia vida no brotaran raíces en esa tierra donde intento confinarlo.
Todo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano llegaría el momento de cada hueso, cada músculo y cada tendón para ser reconocido por este manojo de nervios difusos y miopes al que puedo reducirme. De esta forma descubrí la disparidad entre mi lado derecho y el izquierdo. El derecho siempre tan consentido porque me permite escribir, manipular instrumentos y materiales para crear y transformar. El lado izquierdo tan pasivo, paciente, dispuesto a participar cada vez que es requerido, a ser despertado de su eterno sueño. El izquierdo tan místico.
Supongo que le di un lugar a mi cuerpo hace un par de años. En realidad nuestra relación es relativamente nueva. Mi cuerpo se reducía a mi rostro cubierto de acné, a la naturaleza inquieta de mi cabello, al exceso de grasa corporal y a esos vellos abdominales que “no deberían” estar ahí (siendo más largos del lado izquierdo de mi ombligo que del derecho) y han causado la sensación más idiota del mundo: la vergüenza de sí, por más de diez años, pero esa es otra historia.
Volvamos a mi rodilla derecha. Su presencia en mi vida la generó un pequeño dolor que a primera vista no pude identificar. Desconozco su estructura interna, sólo sé que algún nervio ahí dentro choca con otro y hace como un “clic clac” cuando la estiro y la contraigo. Es como si guardara un secreto y no quisiera decírmelo. Un misterio. Un castigo. El cuerpo también sabe de venganzas.
Mi rodilla comenzó la suya durante mi ingreso a las clases de spinning en el gimnasio; nada mortal su manifiesto, aunque a veces molesto y evidente por una ligera inflamación.  A veces me apanico pensando en una posible operación de rodilla a mis 40 años, luego recuerdo que cada parte del cuerpo tiene sus propias características a pesar de ser una aparente simétrico.
El secreto de mi rodilla retumba también al correr en la caminadora, cuando pruebo esa sensación falsa de libertad trepada en una máquina nefasta. De esta forma mis rodillas también se han ido moldeado, pero no puedo comparar sus cambios porque en realidad nunca las conocí en su estado original. Una verdadera pena.
A menudo llega la melancolía por el misterio que guarda mi rodilla derecha y la acaricio a manera de disculpa por haber tratado de esconderla hasta que sólo le quedó gritar por su existencia. Me pregunto de qué habrá sido capaz cuando yo era más joven. Me pregunto si me la merezco, si merecemos lo que nos da sustento y estructura cuando a estos elementos ni los damos por sentado, cuando las sensaciones que pasan por ahí no nos significan nada.
A veces dedico un buen rato a ciertas partes de mi cuerpo que desconozco y me fascinan: a mis paletas, mi clavícula, a los huesos de mis manos. Me recuesto y los siento. Me siento. Cada vez que los evoco siento que me acaricio el alma.

II
Hace unos días experimenté mi primer accidente de carro como conductora. Es la segunda vez en menos de un año que sobrevivo a un accidente automovilístico que pudo haber sido mortal. Ambos casos han sucedido lejos de casa, en tierras con sus propias reglas, confusiones y limitaciones.
Esta vez lo que más valoro del evento es que ninguna vida aparte de la mía corría peligro dentro del vehículo que manejaba.
Es rara la respuesta de la mente y el cuerpo en situaciones extremas como esta, en un escenario imaginario me presentiría dramática o una magdalena, sin embargo estuve más que despierta. Mi inglés fluyó mejor que nunca, segundos después del impacto hablé por teléfono a mis empleadores y comenzó un via crucis que parece no tener fin en ningún sentido.
Después de quitarme de encima las bolsas de aire salí caminando erguida. No pasó nada. Sólo choqué. A lo mejor me corren. Estoy sola. Me van a correr. Lo mismo pasando por mi mente durante más de tres horas, entre diálogos con policías, testigos y demás. Tomando fotos para mis jefes, siendo de nuevo un grano de arena en la máquina que lo mueve todo. Moviéndome yo con una ligereza temible. Una frialdad tal vez que aún ahora desconozco.
Una frialdad que se fue disipando para entrar al calor de nuevo, un calor que sacaba a flote el golpe en mi espalda, el dolor en mi hombro derecho y un montón de moretones inexplicables que aparecieron poco después. Me sentía mal y a nadie le importaba. Paradójicamente es posible existir ante otros en forma de un mero cuerpo incapaz de ser lastimado, agredido y al mismo tiempo ese cuerpo es omitido si por alguna razón no es tan eficiente.
No dudo jamás de la fragilidad de los huesos y la carne que me envuelve. No dudo el haber podido muerto en una tierra que no es mía, a cargo de personas a las que no les importo. No dudo que mis restos queden flotando de forma casi anónima rodeados por la falta de empatía. Sin embargo, mi hombro derecho gritaba más bien por lo opuesto, por su resistencia ante las circunstancias donde descubrimos juntos lo fugaz y relativo del bienestar.
También ese día confirmé que soy atea. Nunca pensé en Dios. No hay lugar dentro de mí pequeñez para semejante idea. Sólo quedaba sobrevivir o quedar ahí. El azar optó por lo primero.
Me sentí impotente y vulnerable mientras el dolor y el coraje se apoderaban de mí. Sobrevivir puede ser una molestia para algunos. Al parecer, algunos no deberíamos sobrevivir y andar campantes; tendríamos que sufrir primero las consecuencias del seguir de pie cuando el mundo arde.
Anoche, después de mucho repelar, tuve atención médica. Durante la sesión de rayos X me desmayé en la sala. La técnica y el doctor me sostuvieron antes de caer. Es el estrés. Eso dije. El estrés del dolor y la tensión, de lo racial, lo social y lo económico. El miedo de estar en otro país. El miedo de estar adolorida de forma irreparable en otro país. Todo se reducía a estar sola en otro país. Al haber estado atenta para todo excepto para mí, para mi espalda, mi clavícula y mi hombro.
Reprimí el llanto tres veces durante la semana. ¿Por qué lloraba? No sé. Sólo surgía de muy adentro. Al final, quién es uno para parar al mar. Nadie. Ahí desmoronada en la sala de rayos X, tuve el primer contacto con la humanidad después de una semana. El interés genuino de personas que no están obligadas a tomarme a mí y a mi hombro en cuenta.
De nuevo, ya en casa acudí a mis dedos, al naproxeno, a la cama, a la música y a la calma de mi soledad. Acariciando el hombro, acomodando la espalda entre almohadas. Se acomoda el cuerpo para acomodar el alma. Se descansa un poco de ese inquieto yo que vive en la cabeza.
Así, me siento un poco fuerte otra vez, en mi vulnerabilidad innegable, en mi irrelevancia social y económica. Mi cuerpo me recuerda como siempre dónde estoy y si cierro los ojos también me recuerda a qué vine.
Surge también algo que no me dejar ser completamente pisoteada u omitida. Esa parte de la inteligencia que no tomo en cuenta hasta que me paro frente a personas a las que les vendría bien un madrazo en la cabeza. La templanza. Desde los griegos hasta el 2017. Templanza que me lleva a respirar de nuevo, a plantar los pies con fuerza incluso cuando no sobran las ganas.
Aquí sigue mi estructura ósea sobreviviendo. Esperando. Día tras días. No hay nada en el mundo con tanta paciencia como el propio cuerpo que lleva su llamado desde lo más recóndito hasta su expresión obvia en fluidos, marcas, cicatrices, moretones, pulsaciones, dolores. ¿Quién es uno cuando solo respira? ¿Quién es uno cuando duerme?
Aquí estoy yo, consciente de que debo ser siempre fuerte por esto que me cubre, que me permite moverme, que me protege y me conecta de otros. Soy una muestra de que caminar luego de sobrevivir una vez más a la muerte no es una victoria acogida por muchos, pero para eso mismo se resiste. Porque uno existe y la materia orgánica insiste siempre en evidenciarlo.
Ojalá algún día sea de verdad digna de mi estructura olvidada de heroína mortal.



martes, 22 de agosto de 2017

Arrullo




La ilustradora Berenice Medina estuvo de visita en julio en el Laboratorio de escritura feminista. Nos acompañó en una sesión en la que leímos, comentamos y revisamos textos. Luego ella ns puso un ejercicio en el dibujamos. La idea era que tuviéramos otra sesión para preparar un fanzine, pero los tiempos se apretaron y ya no pudimos hacerlo. 
     A los pocos días regresó a la CDMX, y prometimos trabajar una publicación a la distancia, y ya estamos en ello. Si visita fue como una de sus ilustraciones, como un arrullo, un estar tranquilas, compartiendo entre mujeres creativas.
    Queremos mostrarles un poquito de su trabajo de ilustración, y contarles también sobre ella. 

 

Bere Medina estudió la carrera de Artes Visuales en la Escuela Naciona de Artes Plásticas de la UNAM. Ha participado en diversas publicaciones con sus ilustraciones. Ha sido seleccionada en el XXII y XXIII Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles de CONACULTA. Ha colaborado también en gestios y museografía de exposiciones especializadas en ilustración. Trabaja principalmente en técnicas tradicionales tales como: acuarela, grafito y tintas. 

Más de su trabajo podemos encontrarlo en: 


miércoles, 26 de julio de 2017

Reconciliación



Cactus Vargas M.

Ojalá pudieras verte tan linda como yo te veo. La fuerza y la resistencia de la cabra te amamantaron; la incertidumbre y el miedo de una montaña te educaron. Olvidaste tu linaje, creciste, te limaste los cuernos, y entregaste la llave de tu vida a la angustia. Entonces la brecha entre nosotras se ensanchó. Caminé sin que nadie me ofreciera la mano para cruzar las calles que marcaba mis cambios. Raíces ausentes-presentes que causaron mi dolor. Expectante eterna de tu compañía, y de tu palabra.
Ojalá me hubieras enseñado a protegerme, a verme como soy, para no vivir años con el corazón perdido mientras me deslizaba a tientas por la vida, aleccionada con el cuento fantástico del amor eterno que sacrificaría los dedos con tal de entrar en la zapatilla, ese amor que también encontraría mi corazón. Por un momento fui Alicia arrancando la etiqueta del frasco que le obligaba a envenenarse y a perder su forma; extraje el peso de tu presencia en la mía, de golpe comenzó la metamorfosis que me hizo correr lejos de ti para descansar mis ojos de las lagrimas. Y usé mis pezuñas para detenerte, romper el falso espejo en el que encontrabas mi reflejo en ti, y me amé.
Ojalá algún día te veas tan linda como eres, tan grande, tan libre como debiste ser; como la que es capaz de romper con tu legado de dolor por amor.

jueves, 13 de julio de 2017

Los botones siempre fueron un tema aparte




Romina Inzunza

Llegó de Durango a principios de siglo cuando tenía 15 años. Decían que los revolucionarios que andaban con Pacho Villa se robaban a las muchachas. Por Torreón también pasó la Revolución, pero tampoco se podía andar huyendo todo el tiempo. Cuando no llegaba a dormir alguno de sus primos o tíos la mandaban a los tajos a ver si reconocía al ausente en uno de los tantos cadáveres que aparecían cada mañana. Ella caminaba entre muertos buscando a sus parientes.

Recuerdo su cabello completamente blanco, envuelto en un broche de carey. Delgadita, blanca, y de nariz afilada, sentada frente a una máquina de coser siempre. Ella guardaba sacos con monedas viejas en su petaca. A veces las sacaba y quería mandarnos con ellas a la tienda. Habían dejado de valer desde la Revolución, cuando el peso era más inestable que ahora. Creía que la queríamos timar al decirle que sus monedas ya no podían comprar nada. Se enojaba y las volvía a guardar.
Sabía hacer trajes, abrigos, vestidos, pantalones y camisas de cuello almidonado. Llegó a tener en su propia casa un taller con varias costureras. Entregaba docenas de camisas almidonadas a la semana. En las primeras décadas del XX, la ciudad se iba llenando de extranjeros, y por mucho tiempo mi bisabuela fue la proveedora de pedidos. Coser todo el día fue la forma de olvidar que era una joven viuda.
Una forma de olvidarse de sus muertos.

En la mente puedo volver a dibujar detalle a detalle su habitación. La cama era un accesorio que pasaba desapercibido, pues los protagonistas eran los colores de las telas, los hilos, las reglas y el sonido de la máquina. La atracción por esa parte de la casa fue para mí inevitable. Me gustaba asomarme, despacio, ver el trabajo a medias, elegir retazos de telas, cambiar el color de los hilos de la máquina, revisar que todo en ella estuviera en su lugar, prender el foco para enhebrar y girar la rueda que hacía subir y bajar la aguja, que dibujaba líneas sobre los pedazos suaves de colores. 
Todas las veces que le pedí los sobrantes de sus costuras aceptó. Le sorprendía que fuera tan pequeña y que me gustara pasar tantas horas en ese cuarto desordenado. Fui la única bisnieta que le gustaba hurgar en su taller, buscando tesoros. Poco a poco aprendí a pegar cierres, a hacer bastillas, a poner bies…
Los botones siempre fueron un tema aparte. Me gustaba vaciar el frasco de botones sobre la mesa y jugar con ellos. Uno de los juegos consistía en acomodarlos del más grande al más pequeño, o del color más elegante (uno forrado con tela) al más simple (un blanco de camisa); también solía ordenarlos del más preferido al que menos me gustaba. Jugué tantas veces con los botones que éstos se convirtieron en personajes, en colonias; algunos tenían nombre y daban la bienvenida cuando llegaba un nuevo miembro a la ciudad botonil. También sufrí pérdidas, aunque la mayoría permanecieron por años en el frasco.
Puedo aún recordar sus manos largas bajo la lámpara, haciendo un trazo, bordando a mano, siempre en silencio. Mi bisabuela pensaba –cuenta mi madre– que yo debía ser de un mundo raro, que no era normal que una niña quisiera coser en vez de jugar con otras niñas. Creo que su taller me proporcionaba la paz que no había en mi casa materna; la comodidad de permanecer junto a otra persona sin hablar, porque ahora me siento de la misma forma al abrir el canasto que prácticamente robé cuando ella murió. Nadie extrañó los encajes, los elásticos, las tijeras, los hilos, ni el frasco de botones. No pude ir a su entierro; tenía once años, ella más de noventa. Al saber que no estaría nunca más se me soltó el estómago por días. Murió de viejita, sin que un pedacito de su cuerpo le doliera. 
Lo que sí aprendí fueron sus frases. Unas frases que usaba como groserías. Como cuando se notaba a leguas que alguien mentía, exageraba o presumía lo que no tenía, mi bisuabuela decía entre dientes y arrastrando un poquito la voz: “Mala ya su lengua”. Pero indudablemente, la que más me gustaba era la que decía cuando estaba muy molesta. Que ahora que lo pienso no era una, sino tres, y con ellas podías saber qué tan enojada estaba. Si estaba medianamente molesta te decía “aborrecido”, pero si estaba bastante enojada te gritaba, un poco cantado: “aborto del infierno” o llegaba a combinarla con la de: “engendro del demonio”. A mis primos y a mí nos daban mucha risa, sobre todo cuando no iba dirigida a alguno de nosotros.
            Hoy, mientras esto me daba vueltas en la cabeza, fui a una tienda del centro. Se llama Zarzar, pero la gente lo conoce como “sal-si-puedes”. El dueño era un árabe que no te dejaba salir sin comprar algo. La tienda existe desde que vivía mi bisabuela. Compré telas e hilazas de muchos colores. No sé en qué habré de usarlas. No sé nada de costura en comparación con lo que ella sabía. A mí sólo me gusta emular que coso y que bordo, y a veces me dan unas inmensas ganas de sacar el frasco de botones, cuado nadie me ve, y jugar de nuevo con ellos. Es, quizá, una forma de mantener viva a mi muerta.

miércoles, 5 de julio de 2017

Desierto: mis aprendizajes





A. Romo

Te fui amando de a poquito, casi sin darme cuenta, con la memoria de amores lejanos. Llegué sin conocerte y te encontré: silencioso, ardiente, limpio, abierto, dispuesto a recibirme aunque sin un abrazo. No me diste la esperada bienvenida, a mí, que venía con tanto frío en el alma.
Tuve miedo y rabia, desesperanza, en las muchas veces que mis lágrimas derramadas por la nostalgia y el dolor cayeron en ti, y las secaste tan rápido e insensiblemente que mi perplejidad fue mayor a las emociones despertadas por tu indolencia.
Te odié, cada vez que golpeaste mi rostro con tus ásperas manos, cada vez que mi cuerpo con frío no recibió cobijo, y todas las tardes que reflejaste la sangre de mis heridas sin tener la compasión de curarlas.
Tú, imperturbable como siempre, te limitabas a estar, a ser mudo testigo de mis dudas, mis nostalgias, mi eterno deseo de huir, mis reproches y mi tristeza.
Cada tarde nublada por la cortina de tierra oculto mi depresión a los ojos de otros.
Muchos años fue así nuestra relación; yo esperando respuestas, tú sin darlas. Yo desesperada… tú, impasible.
Muy despacio he ido comprendiendo, oído en tu silencio las respuestas  anheladas, besando tus labios siempre cerrados he saciado mi sed, gota a gota; recorriendo tu cuerpo he encontrado rincones acogedores en donde descansar esta añeja fatiga. He sido bañada por el rocío de tus noches y la claridad de tu cielo me ha purificado. Mi luz se ha significado en tu sombra.
Hoy contemplo la inmensidad de la vida como un horizonte tan amplio como el tuyo. Confío en todo lo aprendido a tu lado y me llevo las fortalezas que me regalaste.
Han pasado demasiados años desde nuestro primer encuentro y nuestro amor ha cumplido su ciclo. Me diste mucho, como es tu costumbre, en una forma callada y modesta que es capaz de dar agua y vida en medio de la nada y que sólo quien te conoce sabe distinguir el cactus preciso para calmar la sed, y encontrar tenues huellas en tu arena sin extraviar el rumbo.
Aprendí lentamente todo lo necesario para convertirme en la mujer que ahora soy,  fue un intensivo y difícil entrenamiento de supervivencia extrema, como sólo se puede dar en lugares que nos prueban, como en ti. Mi desierto…mi amante

martes, 27 de junio de 2017

La Concha



 Imagen tomada de https://www.etsy.com/mx/listing/95193654/de-impresion-de-perros-y-ancianas-una

María B.

Se dice que la influencia más fuerte que carga una persona proviene de la familia con la que pasa más tiempo. Que dejarán sus rastros, restos, pasos y pensamientos en una. Los visibles y los no visibles; los generosos y los no tanto. ¿Será cierto? Y si lo es, hay trabajo por hacer. Pero con que lo hayamos siquiera pensado, creo que tenemos la autoridad de elegir quedarnos con esa “influencia” o nadar hacia la otra orilla.
Mientras tanto, recuerdo a la tía bisabuela Concha, la tía abuela de mi madre. Nunca me pareció raro llegar a conocer parientes que estuvieran más allá de los abuelos. Yo creo que ni siquiera lo pensaba como ahora. Me resultaba fascinante saberlos parte de la alfombra que pisaba. A veces de forma lejana, casi caricaturesca.

Concepción Niebla o Concha, como la llamaban, nació en un pueblito de Sinaloa, y en busca de mayor prosperidad viajó a Mexicali, Baja California, con su hermana y su cuñado, donde trabajarían las tierras recién adquiridas. Sólo la edad la ablandó, eso dicen. Mujeres que crecieron y aprendieron a sobrevivir en el México revolucionario.
       No se a qué se dedicaba Concha y nadie atina a algo concreto. Pero la recuerdo. Vuelvo: la veo ahí entre dos niños: mi hermano y yo. Íbamos a verla cada verano. Mi mamá y mis tías nos llevaban de visita e insistían en que nos portáramos muy bien, nada de correr o gritar (nunca lo lograron). Al final, era un deleite ir a visitarla.
Imposible no pensar en el gran pan dulce mexicano: la concha. Blanca y dulce como la cubierta de vainilla. Redonda, rellenita y todos la buscaban siempre. Una señora de tez blanca y ojos verdosos. Su piel arrugada como pasita. Sus venas saltonas de color verde y morado atrapaban mi atención sin el menor disimulo, y una voz que recuerda a la de los cuentos de brujas. Fue una señora cálida y yo me dejaba apapachar como un juguete en sus manos. Su casa fresca, con un jardín y plantas que daban a la calle,  era relajante.

Nos ofrece a mí hermano y a mí algo de comer y de beber. Yo tendría ocho años y él seis. Esa costumbre de usar la comida en señal amistosa y tranquilizadora. Sólo recuerdo sándwiches de cajeta de membrillo y grandes vasos de agua o leche. Elijo agua; no me gusta la leche. Era difícil no sentir náuseas al tomar agua en esos vasos de vidrio mal lavados. Viene el momento culmen, el complicado: bajo la mirada coercitiva de mi tía, la de mayor autoridad, termino aceptando la merienda. Una comicidad, mezcla de rechazo y culpa. Luego, lo comía todo casi sin respirar, para no ser atacada por una bacteria o morir del dolor de estómago. ¿Cómo no evitarlo si era una viejecita que se desvivía por nosotros (o eso aparentaba)? Termino devorándolo todo y hasta comiendo un segundo sándwich.
         Hay otro detalle que me absorbe entera frente a ella. Llámenle inocencia infantil o simple fantasía. Ella tan blanca, casi transparente, y yo tan morena, casi oscura, que no podía creer que esa viejita fuera una pariente mía. Paso mis ojos por cada detalle de su cuerpo para luego contrastarlo con el mío. Sin pudor alguno, veo y toco su piel, enseguida toco la mía. Me acerco. Sus ojos tan verdes. Luego voy a verme a un espejo y regreso con la tía Concha para intentar, supongo, encontrarme en ellos. Sólo la observaba y todo era fantástico. Una satisfacción por compartir alfombra o sillón o cocina, o sentarme en sus rodillas para que me peinara y me confiara a su gato. En secreto, siempre la vi como una bruja, pero de las buenas.
          Con el paso del tiempo y llegada la adolescencia me enteré de su muerte. Y no fui a su velorio. Vivo a unas treinta horas por carretera y a más de cuatro en avión. De haber estado cerca, voy a despedirme, estoy segura.

martes, 20 de junio de 2017

Las niñas grandes


Imagen tomada de http://ybryksenkova.blogspot.mx/



Ileana del Río
Todavía sueñas con lo mismo algunas veces. Te pones tan tensa que despiertas, miras tu cuarto, respiras hondo y confirmas que no es el mismo de hace años, que el tiempo ha pasado: tu cuerpo ocupa buena parte del colchón. Ya no hay espacio para que los monstruos duerman a tu lado; ellos también han cambiado de residencia a una menos tangible. Por ahora están en paz.
Sin embargo, algo se dispara, vuelves a ese mismo momento. ¿Qué es lo que hay detrás de la memoria? ¿Por qué ese recuerdo y no otro? Entonces, el cansancio de tanto darle vueltas te duerme de nuevo. Hay que desayunar avena e ir a trabajar. Hay que ser funcional. Luego, en esos tiempos muertos miras por encima del cubículo hacia la ventana de la oficina. Piensas de nuevo y suspiras. ¿Existen vidas dignas de envidiar?
Tendrías unos ocho años, usabas tenis de lona e ibas por la vida con dos colitas de caballo. Primero conociste a Claudia. Iban a la misma escuela, odiaban el uniforme y los saludos a la bandera. Constantemente las sacaban del salón por platiconas. Después de la primera junta en la oficina del director sus madres también se volvieron amigas. Mientras ustedes jugaban a las muñecas o a la casita, ellas tomaban café, lamentándose de cocinar y lavar trastes la mayor parte del tiempo. Ustedes todavía no sabían muy bien qué era eso. Todo se resumía al ayer y al ahora, tal vez al mañana, pero la idea concreta del futuro no existía.
Semanas después conociste a Paty. La primera vez le diste una mirada de desconfianza, de esas que les dirigías a los señores que andaban pidiendo monedas por las calles. Algo no cuadraba. Como buena niña decidiste seguir el juego. Sonreíste y todo. Sacaste tu Barbie de la mochila. Hubo drama con Ken, cambios de ropa y paseos en el Beetle rosado de Claudia. Serían las tres mejores amigas. Ahora piensas que la idea de Sex and the city fue tuya primero. Moviste tus manos en señal de despedida, pero no te acercaste a Paty. Te fuiste así como gato bocarriba.
Tu madre preguntó cómo había ido todo. Sonreíste de nuevo. Ella lo sabía. No quiso decir nada y no preguntaste. ¿Estaría tu madre ciega? Cenaste quesadillas y al recostarte en tu cama notaste que eras pequeña, probablemente otros tres niños de tu edad podrían dormir contigo y aún sobraría algo de espacio; en cambio Paty era enorme, un gigante de los cuentos escolares. Una niñota.
No dormiste. Pensabas en el tamaño de sus zapatos y el largo de su falda, en su altura ocupando el último lugar de la fila de formación, sus rodillas rebasando la mesa en el salón de clases. No era posible. Tenías un poco de miedo, así que no preguntarías nada. La madre de Paty no dejaría de agradecer tu presencia durante los tres años que llegaste a ir a su casa.
Tragaste saliva muy seguido, en especial con los accidentes: cuando se lastimó la cabeza al brincar en la cama; la vez que rompió el traje de princesa de Claudia y ella se fue furiosa del cuarto, tú decidiste quedarte al ver a Paty llorar. Ahí parada con una tiara en la cabeza escuchaste sus sollozos acompañados de frases entrecortadas por el tartamudeo. No entendías nada, pero te recordaba a esos animales indefensos en las películas de Disney, como si Paty hubiera perdido algo que todos los demás tuvieran y eso la transportara a una dimensión distinta.
Dimensión a la que no le quedaba más que soportar esas miradas iniciales que tú le hiciste, pero por parte de otros. De los que se asustaban al verla trepar árboles, al andar contigo y Claudia en bicicleta. Tenías la certeza de que ella lo sabía, ¿y qué? No era su culpa “ser retrasada”. Te enteraste de eso después, por boca del hermano de Claudia. En ese momento incluso dejó de gustarte. Y, bueno, tú siempre tan inocentona.
Descubriste que en realidad tenía 17 años cuando la conociste. Una niña encerrada en el cuerpo de alguien más grande. Así sería por el resto de su vida.  No había uniforme ni zapatos enormes. No iba a la escuela. Su cabello se volvería gris, no volvería a trepar árboles en un futuro, ¿de qué viviría? Ella insistía en ser doctora y tú lograste ser abogada, lo que deseabas. Actualmente te preguntas si volverás a verla, si andará por ahí con un estetoscopio y una bata cargando a algún sobrino como si fuera un Nenuco.
Te adaptaste para seguir jugando a “la traes”, para no hartarte del Turista Mundial, del manotazo porque Paty no entendía cómo jugar a otra cosa con tantas cartas. Claudia y tú fueron las amigas cercanas. Las dos se asustaron cuando Paty amaneció manchada de sangre en los pantalones al día siguiente de una pijamada.
Hasta que llegó el día en que te negaste a jugar con las Barbies, a perseguir a Paty en el jardín y a ver sus caricaturas favoritas. De pronto, un día dejaste de ir. Pataleaste igual que los niños pequeños en el supermercado. Le gritaste a tu madre que no volverías nunca. No mentiste.
Paty llamaba por teléfono y le decías que estabas ocupada, que ya casi entrabas a secundaria. Ella lloraba. Colgabas rápido. Habías escuchado que la gente así no retenía recuerdos por mucho tiempo. Eso te tranquilizaba. Te preguntabas si al estar en secundaria tus nuevas amigas se reirían de tu amistad con ella. Alguien grande y torpe que todavía jugaba con muñecas. No. Sería tu muerte.
No volviste a verla hasta un verano a tus catorce años. Reconociste su tic de tomar sus mechones de pelo y pasarlos detrás de sus orejas continuamente. También esa manera de caminar un poco encogida. Viste a su madre tomándola de la mano con expresión de cansancio. Te petrificaste. Parecía que no mucho había cambiado. Imaginaste un escenario en el que te volteabas y caminabas en dirección opuesta al encuentro. Avanzaste lentamente, escondida bajo tu fleco recto, tu nuevo look secundariano, y ella te miró con la tranquilidad de un cachorro, frunció el ceño y siguió caminando. También te vio, pero no pudo decir nada.
Pasaste la noche en vela. Su existencia era como un error en la programación del universo. Sería el perrito perdido en la complejidad del mundo. Te preguntaste si debiste ser más paciente, si el jugar un rato más a las muñecas no te hubiera hecho inmadura. En ese instante descubriste que la estúpida eras tú.
Se te olvidó que la niña grande te defendió cuando unos niños quisieron robar tu bici. También cuando te cargó antes de que cayeras a un charco de lodo. La recuerdas casi a diario desde que viste aquel programa nocturno con reportajes aburridos, donde aprendiste que la gente como Paty muere a eso de los cuarenta años. Este año cumpliría 41. No sabes si ya murió o sigue viva. La imaginas viva saltando entre jardines y arrancando todas las flores naranjas, sus favoritas. Haces una nota mental para no imaginarla muerta, convencida de que su extinción sería también fin de la inocencia como la conociste.