Imagen tomada de https://www.etsy.com/mx/listing/95193654/de-impresion-de-perros-y-ancianas-una
María B.
Se dice que la influencia más fuerte que carga una persona
proviene de la familia con la que pasa más tiempo. Que dejarán sus rastros,
restos, pasos y pensamientos en una. Los visibles y los no visibles; los
generosos y los no tanto. ¿Será cierto? Y si lo es, hay trabajo por hacer. Pero
con que lo hayamos siquiera pensado, creo que tenemos la autoridad de elegir
quedarnos con esa “influencia” o nadar hacia la otra orilla.
Mientras tanto, recuerdo a la tía
bisabuela Concha, la tía abuela de mi madre. Nunca me pareció raro llegar a
conocer parientes que estuvieran más allá de los abuelos. Yo creo que ni
siquiera lo pensaba como ahora. Me resultaba fascinante saberlos parte de la
alfombra que pisaba. A veces de forma lejana, casi caricaturesca.
Concepción Niebla o Concha, como la llamaban, nació en un
pueblito de Sinaloa, y en busca de mayor prosperidad viajó a Mexicali, Baja
California, con su hermana y su cuñado, donde trabajarían las tierras recién
adquiridas. Sólo la edad la ablandó, eso dicen. Mujeres que crecieron y
aprendieron a sobrevivir en el México revolucionario.
No se a qué
se dedicaba Concha y nadie atina a algo concreto. Pero la recuerdo. Vuelvo: la
veo ahí entre dos niños: mi hermano y yo. Íbamos a verla cada verano. Mi mamá y
mis tías nos llevaban de visita e insistían en que nos portáramos muy bien, nada
de correr o gritar (nunca lo lograron). Al final, era un deleite ir a
visitarla.
Imposible no pensar en el gran pan dulce
mexicano: la concha. Blanca y dulce como la cubierta de vainilla. Redonda,
rellenita y todos la buscaban siempre. Una señora de tez blanca y ojos verdosos.
Su piel arrugada como pasita. Sus venas saltonas de color verde y morado atrapaban
mi atención sin el menor disimulo, y una voz que recuerda a la de los cuentos
de brujas. Fue una señora cálida y yo me dejaba apapachar como un juguete en sus manos. Su casa fresca, con un
jardín y plantas que daban a la calle, era
relajante.
Nos ofrece a mí hermano y a mí algo de comer y de beber. Yo
tendría ocho años y él seis. Esa costumbre de usar la comida en señal amistosa
y tranquilizadora. Sólo recuerdo sándwiches de cajeta de membrillo y grandes
vasos de agua o leche. Elijo agua; no me gusta la leche. Era difícil no sentir náuseas
al tomar agua en esos vasos de vidrio mal lavados. Viene el momento culmen, el
complicado: bajo la mirada coercitiva de mi tía, la de mayor autoridad, termino
aceptando la merienda. Una comicidad, mezcla de rechazo y culpa. Luego, lo
comía todo casi sin respirar, para no ser atacada por una bacteria o morir del
dolor de estómago. ¿Cómo no evitarlo si era una viejecita que se desvivía por
nosotros (o eso aparentaba)? Termino devorándolo todo y hasta comiendo un
segundo sándwich.
Hay otro
detalle que me absorbe entera frente a ella. Llámenle inocencia infantil o
simple fantasía. Ella tan blanca, casi transparente, y yo tan morena, casi
oscura, que no podía creer que esa viejita fuera una pariente mía. Paso mis
ojos por cada detalle de su cuerpo para luego contrastarlo con el mío. Sin
pudor alguno, veo y toco su piel, enseguida toco la mía. Me acerco. Sus ojos
tan verdes. Luego voy a verme a un espejo y regreso con la tía Concha para
intentar, supongo, encontrarme en ellos. Sólo la observaba y todo era fantástico.
Una satisfacción por compartir alfombra o sillón o cocina, o sentarme en sus
rodillas para que me peinara y me confiara a su gato. En secreto, siempre la vi
como una bruja, pero de las buenas.
Con el paso
del tiempo y llegada la adolescencia me enteré de su muerte. Y no fui a su
velorio. Vivo a unas treinta horas por carretera y a más de cuatro en avión. De
haber estado cerca, voy a despedirme, estoy segura.
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