jueves, 13 de julio de 2017

Los botones siempre fueron un tema aparte




Romina Inzunza

Llegó de Durango a principios de siglo cuando tenía 15 años. Decían que los revolucionarios que andaban con Pacho Villa se robaban a las muchachas. Por Torreón también pasó la Revolución, pero tampoco se podía andar huyendo todo el tiempo. Cuando no llegaba a dormir alguno de sus primos o tíos la mandaban a los tajos a ver si reconocía al ausente en uno de los tantos cadáveres que aparecían cada mañana. Ella caminaba entre muertos buscando a sus parientes.

Recuerdo su cabello completamente blanco, envuelto en un broche de carey. Delgadita, blanca, y de nariz afilada, sentada frente a una máquina de coser siempre. Ella guardaba sacos con monedas viejas en su petaca. A veces las sacaba y quería mandarnos con ellas a la tienda. Habían dejado de valer desde la Revolución, cuando el peso era más inestable que ahora. Creía que la queríamos timar al decirle que sus monedas ya no podían comprar nada. Se enojaba y las volvía a guardar.
Sabía hacer trajes, abrigos, vestidos, pantalones y camisas de cuello almidonado. Llegó a tener en su propia casa un taller con varias costureras. Entregaba docenas de camisas almidonadas a la semana. En las primeras décadas del XX, la ciudad se iba llenando de extranjeros, y por mucho tiempo mi bisabuela fue la proveedora de pedidos. Coser todo el día fue la forma de olvidar que era una joven viuda.
Una forma de olvidarse de sus muertos.

En la mente puedo volver a dibujar detalle a detalle su habitación. La cama era un accesorio que pasaba desapercibido, pues los protagonistas eran los colores de las telas, los hilos, las reglas y el sonido de la máquina. La atracción por esa parte de la casa fue para mí inevitable. Me gustaba asomarme, despacio, ver el trabajo a medias, elegir retazos de telas, cambiar el color de los hilos de la máquina, revisar que todo en ella estuviera en su lugar, prender el foco para enhebrar y girar la rueda que hacía subir y bajar la aguja, que dibujaba líneas sobre los pedazos suaves de colores. 
Todas las veces que le pedí los sobrantes de sus costuras aceptó. Le sorprendía que fuera tan pequeña y que me gustara pasar tantas horas en ese cuarto desordenado. Fui la única bisnieta que le gustaba hurgar en su taller, buscando tesoros. Poco a poco aprendí a pegar cierres, a hacer bastillas, a poner bies…
Los botones siempre fueron un tema aparte. Me gustaba vaciar el frasco de botones sobre la mesa y jugar con ellos. Uno de los juegos consistía en acomodarlos del más grande al más pequeño, o del color más elegante (uno forrado con tela) al más simple (un blanco de camisa); también solía ordenarlos del más preferido al que menos me gustaba. Jugué tantas veces con los botones que éstos se convirtieron en personajes, en colonias; algunos tenían nombre y daban la bienvenida cuando llegaba un nuevo miembro a la ciudad botonil. También sufrí pérdidas, aunque la mayoría permanecieron por años en el frasco.
Puedo aún recordar sus manos largas bajo la lámpara, haciendo un trazo, bordando a mano, siempre en silencio. Mi bisabuela pensaba –cuenta mi madre– que yo debía ser de un mundo raro, que no era normal que una niña quisiera coser en vez de jugar con otras niñas. Creo que su taller me proporcionaba la paz que no había en mi casa materna; la comodidad de permanecer junto a otra persona sin hablar, porque ahora me siento de la misma forma al abrir el canasto que prácticamente robé cuando ella murió. Nadie extrañó los encajes, los elásticos, las tijeras, los hilos, ni el frasco de botones. No pude ir a su entierro; tenía once años, ella más de noventa. Al saber que no estaría nunca más se me soltó el estómago por días. Murió de viejita, sin que un pedacito de su cuerpo le doliera. 
Lo que sí aprendí fueron sus frases. Unas frases que usaba como groserías. Como cuando se notaba a leguas que alguien mentía, exageraba o presumía lo que no tenía, mi bisuabuela decía entre dientes y arrastrando un poquito la voz: “Mala ya su lengua”. Pero indudablemente, la que más me gustaba era la que decía cuando estaba muy molesta. Que ahora que lo pienso no era una, sino tres, y con ellas podías saber qué tan enojada estaba. Si estaba medianamente molesta te decía “aborrecido”, pero si estaba bastante enojada te gritaba, un poco cantado: “aborto del infierno” o llegaba a combinarla con la de: “engendro del demonio”. A mis primos y a mí nos daban mucha risa, sobre todo cuando no iba dirigida a alguno de nosotros.
            Hoy, mientras esto me daba vueltas en la cabeza, fui a una tienda del centro. Se llama Zarzar, pero la gente lo conoce como “sal-si-puedes”. El dueño era un árabe que no te dejaba salir sin comprar algo. La tienda existe desde que vivía mi bisabuela. Compré telas e hilazas de muchos colores. No sé en qué habré de usarlas. No sé nada de costura en comparación con lo que ella sabía. A mí sólo me gusta emular que coso y que bordo, y a veces me dan unas inmensas ganas de sacar el frasco de botones, cuado nadie me ve, y jugar de nuevo con ellos. Es, quizá, una forma de mantener viva a mi muerta.

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