Hay veces que me
gustaría ser más consciente de lo que me rodea y de lo que soy. Al mismo tiempo
sé que tal cosa es imposible. No es como que el mundo se revela al antojo de
uno; es más bien circunstancial, así que los olores, colores y sabores se
funden en un espectro distinto cada vez que las experiencias y la intuición nos
llevan, a ciegas, de la mano hacia lo inesperado.
Llevo tiempo
pensando en mi rodilla derecha. Serían casi ocho meses que la traigo en la
cabeza, pero me da pena evidenciarla. Exponer
el cuerpo a través de la palabra escrita o aludiendo a la mirada del otro me
parece de lo más íntimo, especialmente porque siento que he cargado con un
cuerpo a modo de entierro: escondiéndolo, a veces negándolo, como si de su
propia vida no brotaran raíces en esa tierra donde intento confinarlo.
Todo es cuestión
de tiempo. Tarde o temprano llegaría el momento de cada hueso, cada músculo y
cada tendón para ser reconocido por este manojo de nervios difusos y miopes al
que puedo reducirme. De esta forma descubrí la disparidad entre mi lado derecho
y el izquierdo. El derecho siempre tan consentido porque me permite escribir,
manipular instrumentos y materiales para crear y transformar. El lado izquierdo
tan pasivo, paciente, dispuesto a participar cada vez que es requerido, a ser
despertado de su eterno sueño. El izquierdo tan místico.
Supongo que le di
un lugar a mi cuerpo hace un par de años. En realidad nuestra relación es
relativamente nueva. Mi cuerpo se reducía a mi rostro cubierto de acné, a la naturaleza
inquieta de mi cabello, al exceso de grasa corporal y a esos vellos abdominales
que “no deberían” estar ahí (siendo más largos del lado izquierdo de mi ombligo
que del derecho) y han causado la sensación más idiota del mundo: la vergüenza
de sí, por más de diez años, pero esa es otra historia.
Volvamos a mi
rodilla derecha. Su presencia en mi vida la generó un pequeño dolor que a
primera vista no pude identificar. Desconozco su estructura interna, sólo sé
que algún nervio ahí dentro choca con otro y hace como un “clic clac” cuando la
estiro y la contraigo. Es como si
guardara un secreto y no quisiera decírmelo. Un misterio. Un castigo. El cuerpo
también sabe de venganzas.
Mi rodilla
comenzó la suya durante mi ingreso a las clases de spinning en el gimnasio;
nada mortal su manifiesto, aunque a veces molesto y evidente por una ligera
inflamación. A veces me apanico pensando
en una posible operación de rodilla a mis 40 años, luego recuerdo que cada
parte del cuerpo tiene sus propias características a pesar de ser una aparente
simétrico.
El secreto de mi
rodilla retumba también al correr en la caminadora, cuando pruebo esa sensación
falsa de libertad trepada en una máquina nefasta. De esta forma mis rodillas
también se han ido moldeado, pero no puedo comparar sus cambios porque en
realidad nunca las conocí en su estado original. Una verdadera pena.
A menudo llega la
melancolía por el misterio que guarda mi rodilla derecha y la acaricio a manera
de disculpa por haber tratado de esconderla hasta que sólo le quedó gritar por
su existencia. Me pregunto de qué habrá sido capaz cuando yo era más joven. Me
pregunto si me la merezco, si merecemos lo que nos da sustento y estructura
cuando a estos elementos ni los damos por sentado, cuando las sensaciones que
pasan por ahí no nos significan nada.
A veces dedico un buen rato a ciertas partes de mi cuerpo que
desconozco y me fascinan: a mis paletas, mi clavícula, a los huesos de mis
manos. Me recuesto y los siento. Me siento. Cada vez que los evoco siento que
me acaricio el alma.
II
Hace unos días
experimenté mi primer accidente de carro como conductora. Es la segunda vez en
menos de un año que sobrevivo a un accidente automovilístico que pudo haber
sido mortal. Ambos casos han sucedido lejos de casa, en tierras con sus propias
reglas, confusiones y limitaciones.
Esta vez lo que
más valoro del evento es que ninguna vida aparte de la mía corría peligro
dentro del vehículo que manejaba.
Es rara la
respuesta de la mente y el cuerpo en situaciones extremas como esta, en un
escenario imaginario me presentiría dramática o una magdalena, sin embargo
estuve más que despierta. Mi inglés fluyó mejor que nunca, segundos después del
impacto hablé por teléfono a mis empleadores y comenzó un via crucis que parece
no tener fin en ningún sentido.
Después de
quitarme de encima las bolsas de aire salí caminando erguida. No pasó nada. Sólo choqué. A lo mejor me corren. Estoy
sola. Me van a correr. Lo mismo pasando por mi mente durante más de tres horas,
entre diálogos con policías, testigos y demás. Tomando fotos para mis
jefes, siendo de nuevo un grano de arena en la máquina que lo mueve todo.
Moviéndome yo con una ligereza temible. Una frialdad tal vez que aún ahora
desconozco.
Una frialdad que
se fue disipando para entrar al calor de nuevo, un calor que sacaba a flote el
golpe en mi espalda, el dolor en mi hombro derecho y un montón de moretones
inexplicables que aparecieron poco después. Me sentía mal y a nadie le
importaba. Paradójicamente es posible existir ante otros en forma de un mero
cuerpo incapaz de ser lastimado, agredido y al mismo tiempo ese cuerpo es
omitido si por alguna razón no es tan eficiente.
No dudo jamás de
la fragilidad de los huesos y la carne que me envuelve. No dudo el haber podido
muerto en una tierra que no es mía, a cargo de personas a las que no les
importo. No dudo que mis restos queden flotando de forma casi anónima rodeados
por la falta de empatía. Sin embargo, mi hombro derecho gritaba más bien por lo
opuesto, por su resistencia ante las circunstancias donde descubrimos juntos lo
fugaz y relativo del bienestar.
También ese día
confirmé que soy atea. Nunca pensé en Dios. No hay lugar dentro de mí pequeñez
para semejante idea. Sólo quedaba sobrevivir o quedar ahí. El azar optó por lo
primero.
Me sentí
impotente y vulnerable mientras el dolor y el coraje se apoderaban de mí.
Sobrevivir puede ser una molestia para algunos. Al parecer, algunos no deberíamos sobrevivir y andar campantes;
tendríamos que sufrir primero las consecuencias del seguir de pie cuando el
mundo arde.
Anoche, después
de mucho repelar, tuve atención médica. Durante la sesión de rayos X me desmayé
en la sala. La técnica y el doctor me sostuvieron antes de caer. Es el estrés.
Eso dije. El estrés del dolor y la tensión, de lo racial, lo social y lo
económico. El miedo de estar en otro país. El miedo de estar adolorida de forma
irreparable en otro país. Todo se reducía a estar sola en otro país. Al haber
estado atenta para todo excepto para mí, para mi espalda, mi clavícula y mi
hombro.
Reprimí el llanto tres veces durante la semana. ¿Por qué lloraba? No sé.
Sólo surgía de muy adentro. Al final, quién es uno para parar al mar. Nadie. Ahí
desmoronada en la sala de rayos X, tuve el primer contacto con la humanidad
después de una semana. El interés genuino de personas que no están obligadas a
tomarme a mí y a mi hombro en cuenta.
De nuevo, ya en
casa acudí a mis dedos, al naproxeno, a la cama, a la música y a la calma de mi
soledad. Acariciando el hombro, acomodando la espalda entre almohadas. Se
acomoda el cuerpo para acomodar el alma. Se descansa un poco de ese inquieto yo
que vive en la cabeza.
Así, me siento un
poco fuerte otra vez, en mi vulnerabilidad innegable, en mi irrelevancia social
y económica. Mi cuerpo me recuerda como siempre dónde estoy y si cierro los
ojos también me recuerda a qué vine.
Surge también algo que no me dejar ser completamente pisoteada u
omitida. Esa parte de la inteligencia que no tomo en cuenta hasta
que me paro frente a personas a las que les vendría bien un madrazo en la
cabeza. La templanza. Desde los griegos hasta el 2017. Templanza que me lleva a
respirar de nuevo, a plantar los pies con fuerza incluso cuando no sobran las
ganas.
Aquí sigue mi
estructura ósea sobreviviendo. Esperando. Día tras días. No hay nada en el
mundo con tanta paciencia como el propio cuerpo que lleva su llamado desde lo
más recóndito hasta su expresión obvia en fluidos, marcas, cicatrices, moretones,
pulsaciones, dolores. ¿Quién es uno cuando solo respira? ¿Quién es uno cuando
duerme?
Aquí estoy yo, consciente de que debo ser siempre fuerte por esto que
me cubre, que me permite moverme, que me protege y me conecta de otros. Soy una
muestra de que caminar luego de sobrevivir una vez más a la muerte no es una
victoria acogida por muchos, pero para eso mismo se resiste. Porque uno existe
y la materia orgánica insiste siempre en evidenciarlo.
Ojalá algún día sea
de verdad digna de mi estructura olvidada de heroína mortal.